Cuento incluido en la antología de Cuentos extraordinarios de Bolivia, de los compiladores Homero Carvalho y Adolfo Cáceres , editorial 3600, La Paz, 2017: 437
Por Rossemarie Caballero
La madre odiaba a la hija como se odia lo bello cuando se es feo, como se odia el agua cuando se es sequía, como se odia el sol cuando se es sombra porque la madre era todo menos luz, y uno odia lo que le es adverso, lo que no puede dominar, aquello que le quita fulgor, lo que le hace verse ínfimo y ridículo ante el mundo, y la madre se sabía ínfima y ridícula ante los ojos de los otros y en particular frente a la hija, por eso la odiaba, odiaba y detestaba e insultaba y maltrataba a su hija, pero la hija logró poner distancia, al menos distancia física, y eso enfureció peor a la madre; el hecho de no poder castigarla tras la osadía de resguardarse, de no dejarse vejar y flagelar, ponía histérica a la madre, por lo que empezó a tragar de su propio veneno y a morir lentamente. Pero aunque la hija logró huir, y parecía que la madre había dejado de humillarla, ella regresaba, porque era hija y regresaba a ver a su madre, regresaba porque no era mala hija, le llevaba presentes y dinero, la veía en visitas esporádicas, ahí, apenas en el patio donde la madre solía tomar sol, la hija sentada sobre una banqueta de malamuerte junto a la madre que antes la maltrataba y que pasado el tiempo ya no tuvo poder para insultarla y golpearla pero la golpeaba de otra forma, la golpeaba en la memoria, la odiaba y en la memoria la seguía golpeando, ahora la golpeaba más porque le provocaba mayor ira saber que la hija había logrado superar la barrera de la miseria y que ahora era otra persona, tan otra que hasta parecía no ser una de esas que salen de los barrios pobres y surgen por su belleza, #pobre pero bella#, el capital de la belleza es invalorable y la hija supo sacarle partido. Por eso, cuando retornaba a su país se hospedaba en lugares finos, hosterías de prestigio o donde amistades de clase media alta porque ella tenía cierto roce con cierta clase, alta no, pero media alta sí, claro que no nació aristócrata para estar en la clase alta, porque alta es alta de nacimiento, clase alta como aquella de las hermanitas del parque Q., que se pensaban nacidas en la nobleza y descendientes de la condesa de A. y no se mezclaban con las clases medias aunque estuvieran viviendo entre gente de promedio y mandaran a sus hijos a colegios donde también iban los hijos de las clases medias, ellas permanecían en su decadente ilusión de pertenecer a la clase alta, de haber nacido en la trillada cuna de oro, aunque en realidad no tuvieran un duro. Y la hija no pudo nunca llegar hasta esa clase pero estaba oscilando cerca, si se descuidaba caía en las clases menos favorecidas o clases marginales, que es lo mismo, de baja ralea, donde pervivían los pitilleros, monreros, prostitutas, cafisos, tirilleros, y todos los eros posibles que hubieran parido la pobreza y la desfachatez, porque uno puede nacer pobre pero debe salir; quedarse en situación de miseria es cuestión de desfachatez, decía ella, quien supo salir, subir y mantenerse en la clase media del país (sin contar la clase a la que pertenecía en el extranjero donde sabe dios cómo logró sobrevivir), y fluctuaba un poco arriba, un poco abajo, aunque para nadie en el barrio era desconocido dónde había nacido, pero eso ya era cuento del pasado.
Ahora la madre le golpeaba el recuerdo. La hija había dejado su mosaico de bodas, un retrato donde figuraba ella de novia, o quizá uno con vivos rojos y azules y verdes, pero era un retrato donde ella vestía de novia, entonces ha debido de ser un traje blanco de boda como todavía se acostumbra, blanco para la novia y para el novio azul o gris u otro oscuro, pero no recordaba haber visto ningún novio en el retrato, sino a la novia sola, y quizá ni estaba de novia pero era ella, su belleza destacaba y era ella en el retrato y la madre castigaba a la hija a través del retrato.
El retrato decía sálvenme, quítenme de aquí, pero seguía ahí, el retrato continuaba ahí, contra el viento y el polvo y el agua y la lluvia, cubriendo con el bastidor un sucio batán de piedra donde se trituraba locotos y otros pimientos, pero el retrato estaba donde menos debía de estar un retrato. Y era azotado por el sol que implacable manda sus lenguas de fuego, y la lluvia que nada perdona y el viento, y el polvo y las moscas, y las ratas, el retrato estoico soportaba todo el maltrato que una madre puede dar a una hija que odia.
La madre era uno de los monstruos de seis cabezas que alguna vez apareciera en La Odisea de su adolescencia, en La Odisea aparecían Ulises y sus tripulantes intentando cruzar un estrecho en el mar pero había dos monstruos guardianes, uno era Escila, de larguísimos cuellos con horribles cabezas y bocas que mostraban hileras de puntiagudos colmillos, de sus extremidades también salían cabezas; esta era la madre, que lanzaba hileras mortales de palabras, ráfagas de veneno en insultos, látigos de fuego que la quemaban, garfios que la mechoneaban, calumnias en destellos de lenguas rojas rebrotadas, epítetos y golpes que la dañaron y marcaron para siempre. El otro monstruo era Caribdis, el barrio que tragaba toda miseria que se pusiera a su alcance. La madre era el monstruo que al saberse monstruo y descubrir el amor que el marido sentía por la hija se atrevió a decirle a la hija “me estás quitando mi marido”, sin considerar que ella era hija del marido, el marido de la madre era padre de la hija y la hija no iba a quitarle el marido a la madre porque era su padre, pero sí podía atesorar su amor, el padre amaba a la hija y la defendía del rencor de la madre, y la hija amaba al padre porque él no la hostigaba pero la defendía y le demostraba amor en cada llegada a casa, en cada retorno de frecuentes peregrinaciones, viajes largos que hacían más profundo el vacío del padre ausente, pero el padre regresaba y demostraba amor con mimos y regalos, amor del bueno del puro del santo, y la madre que no sabía dar amor del bueno del puro del santo, odió a la hija hasta el día de su muerte.
La hija sobrevivió, la hija no murió, la hija se repuso, creció y a su turno fue madre, pero esa es otra historia.


“El artista es creador de belleza. Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte. El crítico es quien puede traducir de manera distinta o con nuevos materiales su impresión de la belleza”.
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