
Fugaz y mortal como la vida
Me siento afortunado por haber sido uno de los primeros lectores de este compilado de cuentos (el más reciente [pero no por ello el último]) de Rossemarie Caballero, no tanto porque la considere mi amiga, sino porque la literatura siempre logra hermanar a los que estamos en el oficio y también a los que no, sin importar las distancias. La literatura y, en este caso (cual oxímoron de un solo sentido), la buena literatura que es de por sí la verdadera, no tiene fronteras ni diferencias, y eso se agradece. Mientras recorría las cortas pero punzantes narraciones de Rossemarie, me asaltaron algunas ideas, unas relacionadas a la forma con la que están escritas; otra, por los temas que aborda y, al mismo tiempo, por el grado poético que presentan, a pesar/ gracias, a la brevedad que las caracterizan. Me permito reconocer que, al menos para mí, el campo de la narrativa breve es difícil de abordar, no tanto como el microcuento (que da por hecho ciertas situaciones al lector), sino por la narrativa breve como un espacio que expone su microuniverso, lleno a veces de detalles, vacío de descripciones innecesarias y, sobre todo, atiborrado de espacios para establecer ideas y, mejor aún, incógnitas. Chejov afirmó que la literatura no daba respuestas; en cambio, sí que planteaba profundas interrogantes. Eso precisamente es lo que la narrativa de Rossemarie hace en este compilado: plantear situaciones hipotéticas, casi reales, poéticas y a su vez llenas de una violencia muy sutil, lo cual hace al lector un testigo, a veces sorprendido, a veces al 10borde del paroxismo, del cotidiano y las relaciones humanas. Considero que el uso de la brevedad también tiene su ritmo y su forma dentro de la misma composición, que eso se respeta a tal grado que sería como hacerle una microcirugía cerebral a un paciente con Alzheimer (si algunos dicen que esto es falso, que le pregunten a un médico especializado), y lo que logra ella va más allá de la literatura enlatada por ser breve, esa que es escrita para ser vendida en ferias nomás y que luego se olvida, como muchas de las obras que hoy en día nos arruinan el valor de lo breve como bueno, porque ya lo escribió en su “Oráculo manual y arte prudencia” Baltasar Gracián: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”; Rossemarie ejercita un haiku narrativo admirable y profesional, y va mucho más allá, porque, como ella postula a la excelencia en su narrativa, también logra dominar la palabra como pocos. Me explico: Rossemarie lo ha pensado bien antes de abordar cada cuento, comprende a pies juntillas la frase de Emily Dickinson: “Si se quiere viajar lejos, no hay mejor nave que un libro”, y aunque sus cuentos carecen a veces de un contexto específico, sí se huele y se toca el cotidiano, la coyuntura del pensar enclaustrado en nuestros vacíos educacionales; no pretende resolver los problemas que describe, sino que les da un toque ambiguo para que el lector logre comprender y se sorprenda. Hellen Keller, en su obra analítica, afirmaba lo siguiente: “La ceguera nos separa de las cosas que nos rodea, pero la sordera nos separa de las personas”; Keller era invidente, pero también muy lógica en sus consideraciones sobre la vida. En cada cuento de Rossemarie late esta frase. Podemos ser 11ciegos simbólicos, pero si somos sordos, terminamos en islas pequeñas de existencia. No queda mucho qué apreciar cuando uno está en una isla así, rodeado de nada o de la opinión que uno tiene con relación al mundo. Si bien la existencia no tiene sentido, que estamos programados a una forma de tratar al mundo y a las personas y esto determina la epifanía del vacío, Rossemarie se sincera y trata de regalarnos, en cada línea de este grandioso libro, pautas para comprender que, si bien no hay salida en este laberinto, sí podemos completar las situaciones presentadas, preguntarnos cómo caemos a veces en lo trivial y dañamos a los seres que queremos, casi sin notarlo. La felicidad, esa cosa tan lejana pero latente, también está presente en el libro de Rossemarie, pero más que todo implícita en la frase de una colega suya, Marguerite Duras, y casi me arriesgaría a decir en la frase de su maestra espiritual: “Con el tiempo te das cuenta que el sentimiento de felicidad que encuentras con un hombre no necesariamente prueba que lo ames”. La felicidad, esa cosa rara, tan fugaz y mortal como la vida misma, está presente en estos cuentos y al mismo tiempo no: la sentimos desde su ausencia, en las situaciones que rodean los sentimientos de los personajes, en las suposiciones, en los monólogos internos, en los actos y en ese nivel de poética del lenguaje, tan breve y sencillo como el último suspiro, tan bello y descomunal como un átomo que se divide… Con el tiempo me he dado cuenta que se puede escribir sobre toda temática, pero si no le pones 12carne, alma y sangre al trabajo narrativo, el escrito sabe a nada, a ese vacío del que pretendemos huir. Rossemarie nos aleja un poco de ese vacío para que lo veamos, para que lo apreciemos y hagamos algo al respecto, al menos para combatirlo o acostumbrarnos a su presencia omnisciente. No pierdan más tiempo y buen provecho. Los cuentos de Rossemarie son un alimento para quien busca buena literatura.
Daniel Averanga Montiel, Ceja de El Alto, Bolivia
Del libro JUEGO DE TRENZAS
Editorial Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2018
Apuntes sobre Juego de trenzas de Rossemarie Caballero
El pequeño volumen de ediciones “Ruinas circulares” sigue dando vueltas entre mis manos… los interrogantes se disparan y generan ventanas que dan a horizontes diversos…
Veamos: hemos leído otros cuentos de Caballero, también algunas nouvelles, poemas y textos periodísticos y ensayísticos. Sin dudas la impronta genérica, combativamente genérica, es la que se impone al lector, fundamentalemente, en sus producciones ficcionales. Esto ha sido reconocido por la crítica ( W. Muñoz, entre otros). Esta problemática es uno de los nudos gordianos de la sociedad contemporánea, y la literatura viene dando cuenta de ello; es en este punto donde comienza a configurarse el original perfil de la autora. La mirada femenina, la denuncia/reivindicación feminista, comunes a buena parte de las autoras contemporáneas, se conjugan en una muy personal orquestación que ofrece al menos dos aspectos particularmente relevantes: la variedad de registros verbales y discursos, y la libre combinación de recursos expresivos, que construyen una mirada compleja y caleidoscópica, desafiante tanto de las representaciones “tradicionales” que ofrece la cultura, como de la destreza de las prácticas lectoras habituales. Pero esto sin buscados hermetismos ni pretensiones de vaticinio, sino más bien en una intensa apelación a la inteligencia, fundamentalmente emocional, del lector, aquí, sí, sin distinciones genéricas. Es la voz de la mujer, desplegada desde los sinuosos rebozos del yo, desde los diversos momentos de su recorrido vital y también desde los distintos espacios y roles sociales, que hace pie, estruendosa y orgullosamente, ante el mundo.
Pero si de “abrir ventanas” se trata, este libro, como otros de Caballero, nos posiciona ante una inconfundible entonación latinoamericana, que, como en toda buena literatura, sabe a local y se afinca en lo universal. El poeta Luis Andrade Sanjinés sostiene: “Rossemarie Caballero más que boliviana es latinoamericana; y más que latinoamericana, universal, como heredera en línea directa de la más acendrada, y ya rica, tradición woolfiana, de la cual es tributaria, pero con un concepto auténticamente personal y latinoamericano (…)” … Entonces, la voz femenina va generando acordes con los ecos nacionales y continentales, lo cual explica el renovado interés de la crítica y también la llegada de su obra a los lectores de diferente origen y experiencia.
Esta trayectoria escrituraria de Caballero ha abierto, también, ricas y renovadoras sendas en el campo literario de su país, según señala el escritor W. Muñoz “una importante contribución en la búsqueda de nuevas formas literarias para las escritoras bolivianas”; sin dudas se trata de una escritura pregnante, no sólo por su novedad en lo estilístico (en su más amplio sentido), sino también por la selección de las temáticas y su tratamiento, en dinámico despliegue. Pero también la tarea de indagación, reflexión y convocatoria de la autora, desplegada con particular intensidad en estos últimos tiempos (antologías de autoras de distintas ciudades bolivianas, artículos críticos), ha contribuido a consolidar este perfil señero de la cochabambina. Y esto conecta con un perfil “típico” del intelectual latinoamericano (hasta hace no mucho casi reservado a los hombres) que excede largamente la tarea artística y se proyecta a la animación cultural, la docencia, el periodismo, al estilo de nuestra imprescindible Poniatowska.
Juego de trenzas sigue dando vueltas, como un pequeño cosmos, un Aleph ante mis ojos de lector, escritor, hombre, y, casualidad o no, afloran, por detrás de la presencia reclamante, azorada, esperanzada o resignada de la voz femenina, la variedad y originalidad textuales… ¿relatos breves? ¿miniensayos? ¿escenas?…. todo esto un poco, y como apunta sagazmente D. Averanga Montiel en el prólogo, textos breves con un acusado grado poético y con ”un espacio que expone su microuniverso (…) sobre todo atiborrado de espacios para establecer ideas, y, mejor aún, incógnitas”. No hay un orden visible en estas composiciones gestadas a lo largo de cierto tiempo; más bien son instantáneas donde personaje y narrador por momentos amalgaman su voz, en una polifonía definidamente ilocutoria. Un mundo “resuelto” que en su pretendida estabilidad, arrincona, contorsiona a la mujer que grita, a veces desde su silencio hostil o el gesto airado; pero ella también sabe jugar, trenzar dolores y sueños en la diaria jungla del vivir; por otra parte, este Juego de trenzas también se conjuga en las variables existenciales de la autora. Difícilmente este abigarrado pero consistente volumen narrativo/argumentativo podría haber brotado de una pluma con menor recorrido por los diversos géneros, ficcionales y no; difícilmente las variadas y complejas instancias que florecen en el reducido espacio de estos textos podrían articularse sin la adocenada, comprensiva reflexión que da el tránsito comprometido por los fluctuantes senderos de la existencia.
La escritura de Rossemarie Caballero registra decididamente los rasgos más insoslayables de la cultura contemporánea, atravesada por la violencia y una inaprehensible, impenetrable liquidez. Recursos ligüísticos, y retóricos; selección, combinación y modalidad representativa de temas y problemáticas responden al irrenuciable designio de enunciar la realidad desde una mirada femenina y latinoamericana, es decir desde una cuerda irremplazable en el coro de lo humano. Y en esa cuerda, la belleza inconfundible que trasunta la voz que me llega desde este pequeño, inabarcable Juego de trenzas que se obstina entre mis manos.
Claudio Simiz
Letras Itinerante, un blog de colombia con el apoyo de Eliana Soza, publicó una apreciación y el cuento retrato de Bodas de la autora Rossemarie Caballero
LETRAS ITINERANTES (19)
Rossemarie Caballero
Este número de Letras Itinerantes está dedicado a la escritora Boliviana, nacida en la ciudad de Cochabamba, Rossemarie Caballero (1961). En esta ocasión nos comparte dos de sus cuentos breves, que son parte del libro “Juego de Trenzas”, uno de los libros de relatos que tiene publicados.En su trabajo narrativo, sutilmente, destapa una variedad de temáticas cotidianas revelando experiencias escalofriantes. Sus letras nos transportan a la intimidad de los personajes, nos dejan ver sus almas y así logra que nos identifiquemos con cada uno, aunque no siempre lo hagamos de forma abierta, por falso pudor. Disfruten ustedes mismos de sus letras.
Edición a cargo de Eliana Soza Martínez



Texto en contratapa por el poeta y profesor de literatura Claudio Simiz.
A mitad del balcón
Tomó un sorbo de café, asomó al balcón, e hizo un furtivo movimiento de caderas; Manu le gritaba, dale dale, daleee. Ella se enderezó, percibió el aroma a albahaca que provenía del parque, pero esta vez no bailó.
En otoño anochecía temprano; por eso, entre las cinco y las seis, Manu llegaba hasta el conglomerado de un parque vecinal desde donde podía distinguir el balcón de una casa y, a sus 16 años de edad, comenzaba a disfrutar del movimiento de caderas de una mujer anticipando un mundo de sensaciones.
Manu la había visto una tarde por casualidad, la miró bailar a través del balcón, ella giraba dale, dale, daleee. Desde aquel día, él, ahí, agazapado entre los arbustos, la espiaba. Ella, infatigable, bailaba, dale, dale, daleee, usaba una pollerita fucsia con vivos azul y amarillo y una blusita de flecos que combinaba con el ritmo del dale, dale, dalee.
De pronto la música paró, las luces se apagaron, y Manu se descubrió solo, en medio de un paraje oscuro, espiando una casona abandonada.
Cuando la película estaba a punto de terminar, la chica le preguntó si le había gustado el masaje que le estuvo practicando mientras él simulaba mirar el filme. Él, desconcertado, respondió, claro, claro que sí, divino. Eres una diosa.
Ella interrumpió la intimidad en el momento preciso y se dirigió al cuarto de baño, suspiró hondo percibiendo el aroma del jabón de tocador y desde allí gritó insinuante.
– ¿Quieres que nos bañemos juntos?
Manu se incorporó con desgano y se dirigió al balcón.
– Pero, primero pedime un deseo, dijo él encendiendo un cigarrillo.
– Haceme un capresse, le dijo ansiosa ella, y un café.
El agua de la ducha caía a chorros y la chica reía. Vení, Manu, le desafiaba. Manu, apostado en el balcón intentaba concentrarse en el presente.
Nadie en el parque.